Era un servicio de tarde, y antes de salir de patrulla el Comandante de Puesto nos entregó una orden judicial en la que se dictaba la entrega de un menor a su padre, el cual esperaba pacientemente apoyado en su coche a las puertas del cuartel a que iniciáramos el servicio y se procediera a la ejecución de aquella orden. En principio el asunto no parecía entrañar mayor complicación, pues se trataba de un niño de 10 años que se encontraba en el domicilio de su abuela, al que nos dirigimos inmediatamente, pero al llegar allí el padre dijo que nos esperaba abajo, así que mi compañero y yo subimos y llamamos a la puerta. Abrió una señora con más que evidente aspecto de abuela, y tras ella asomaba el rostro preocupado e infantil de quien sin duda era el objeto de la orden judicial que veníamos a cumplimentar. Explicamos con claridad y brevedad prusianas el motivo de nuestra presencia, e inesperadamente la resistencia vino del menor, que inmediatamente comenzó a dar mil y una razones por las que se negaba absolutamente a irse con su progenitor que esperaba en la calle. Tras un breve diálogo con el menor y su abuela, nuestro compañero y yo decidimos lo más obvio: exponer los hechos al padre de la criatura para que subiera al piso y se hiciera cargo de la situación.
Y comenzó así nuestro particular viacrucis.
Ante nuestro requerimiento el progenitor no sólo se negó rotundamente a subir, sino que se permitió incluso recordarnos que nuestra obligación era entregarle a su hijo tal como había ordenado el juez. Nuestro error en aquel momento fue permitir que aquella persona interpretara las órdenes que teníamos. Apesadumbrados, y tras releer la orden judicial, optamos por volver a la puerta del domicilio donde esperaban abuela y nieto, con los ojos y la atención muy abiertos. Exponemos nuevamente el resumen de la cuestión y concluimos con la indicación de que el niño debe acompañarnos para marcharse con su padre que espera abajo. Y nueva negativa infantil, más vehemente si cabe y adornada ya con evidentes síntomas de llanto provocado por la tragedia que le supone separarse de su abuela y reunirse con el mal bicho de su padre.
Atrapados entre la espada de las lágrimas infantiles y la pared de la actitud nada colaboradora del padre, mi descorazonado compañero y yo nos consultamos con la mirada esperanzados ambos en que el otro aporte una solución. Decido finalmente hacer una llamada de radio al Puesto, por un canal privado, (en aquellos tiempos los teléfonos móviles eran aún cosa de ciencia ficción), y tras conseguir contactar con el Comandante de Puesto no pude ni terminar de exponer la situación, pues mi jefe se limitó a recordarme cuáles eran mis órdenes. Al menos él si tenía la autoridad para hacerlo. Sospecho que además ya era conocedor de la situación familiar a la que nos íbamos a enfrentar.
¿Qué hacer?
Convencidos de su inutilidad realizamos un último y casi desesperado intento de convencer al padre, y dada su inamovible postura de limitarse a esperar a que cumpliéramos nuestras órdenes, mi compañero y yo convenimos en un aparte, pese al rechazo que nos provocaba tal decisión, resolver el asunto lo más rápidamente posible.
Retornamos a la puerta de la vivienda y tras tratar de convencer al menor que nos acompañara, con resultado idéntico al obtenido con su padre, mi compañero cruzó una rápida mirada conmigo y al unísono lo tomamos por sendos brazos con resolución inesperada para él y dolorosa determinación para nosotros. Perseguidos por los lamentos y llantos de su abuela, y envueltos en los desesperados gritos del niño, lo arrastramos hasta la presencia de su padre, que se limitó a tomarlo a su vez por un brazo e introducirlo en el coche sin más trámite ni cariño. Arrancó y se marchó.
Yo estaba a punto de vomitar. Y mi compañero por el lívido aspecto de su semblante no parecía sentirse mucho mejor. El resto del servicio lo pasamos envueltos en un pesado silencio intentando olvidar tan desagradable episodio.
Varios días después, y para el caso mil años tarde, encontré la solución al desagradable dilema que habíamos vivido. Y la encontré, como no podía ser de otra forma, de boca de la veteranía. En el transcurso de un servicio, esta vez con un compañero mucho más veterano, comenté con él los hechos vividos, y con reprochadora sonrisa y negando socarronamente con la cabeza me mostró su reprobación a nuestro actuar.
— ¡Mira que sois pardillos!. Vosotros no teníais que coger al niño ni ná. Si el padre lo quería que lo cogiera él.
— Pero teníamos una orden judicial — traté de defenderme.
— La orden decía que se le entregara el niño a su padre, no que la Guardia Civil cogiera al niño por la fuerza. Dime tú que el dichoso niño se lesiona, y ¿ahora qué?. El padre seguro que os denuncia.
Callé por un momento. Ciertamente mi compañero tenia razón. Pero hice un último y tímido intento de defender mi actuación.
— Pero si él se negaba a subir, ¿cómo le íbamos a hacer entrega del niño? Había que cumplir la orden judicial.
— ¡Que no, Alcaraz, que no! — todavía puedo ver su gesto de reproche —. Si él no quería subir, pues allá él. Vuestra obligación era garantizar que ese padre pudiera hacerse cargo de su hijo sin ningún contratiempo. Que el niño llora y se resiste... ese es un problema que debe solventar su padre como mejor le parezca, que para eso es el padre, y no la Guardia Civil. ¿Que el padre se niega a subir? Pues se hace un escrito explicando que se le ha facilitado al padre la entrega de su hijo y aquél no quiso hacerse cargo del mismo. Y asunto resuelto.
Irrefutable. Su impecable razonamiento brillaba con la sencillez de la razón y el sentido común.
Y en mi cabeza el dicho sobre el papel y la mujer latía con la insistencia de una machacona melodía, pues muy a mi pesar reconocía mi estupidez al haber llevado a cabo lo que no estaba ni ordenado ni escrito, arrastrado por mi empeño de cumplimentar precisamente lo que estaba ordenado por escrito.
Moraleja: cuando cumplimentes una orden debes tener muy claro que es lo que se te ha ordenado y lo que no.