Llegamos al final de la navidad, o mejor dicho de las fiestas sociales navideñas, pues en el horizonte de los próximos días se agiganta la sombra de la máxima expresión de consumismo de nuestra cultura: los Reyes Magos y su desmedida procesión de regalos y compras. Seré sincero y no voy a caer en la tentación que en mayor o menor medida todos tenemos cuando se habla de uno mismo: separarme de la ola de imparable de consumo y absurdo impulso comprador para decir que yo vivo la navidad de otra manera. Mentiría. Año tras año, y pese a mis propósitos de enmienda, hago compras innecesarias y compito por sorprender con cosas banales e inútiles a aquellas personas que más quiero. Es la pura contradicción de nuestra forma de vivir las fiestas.
Pero también puedo expresar sin mentir que no es esa mi única manera de entender y vivir la Navidad. La Iglesia, en su incesante esfuerzo anunciador, continúa año tras año, y así durante siglos, invitándonos a reconocer el misterio de la Natividad, a profundizar en su sentido trascendente, a pararnos siquiera por unos momentos y dejarnos sorprender por el hecho sencillo y humilde de un nacimiento perturbador y esperanzador. Dios se ha hecho Hombre. La Navidad es ciertamente el punto de inflexión entre lo divino y lo humano, el acontecimiento definitivo que dibuja un camino de esperanza en el devenir de la humanidad.
No es casualidad que me haga esta reflexión al final de las fiestas navideñas, cuando lo habitual es hacerlo precisamente en su inicio, o mejor, durante el adviento. He querido hacerlo así, para resaltar la necesidad de hacer Navidad más allá de las fiestas familiares y sociales, pues la Navidad no es efímera ni está sometida a modas pasajeras ni a tiempos comerciales, sino que debe sobre todo aparecer en nuestra vida como la experiencia profundamente transformadora que determina nuestra forma de relacionarnos con Dios, y por ende, con los demás. Quien no está dispuesto a ser transformado por Dios no puede hacer de la Navidad una experiencia vital.
Ser transformado por Dios... ¡He aquí nuestra primera dificultad para entender la Navidad! Normalmente, y casi sin darnos cuenta, tomamos esta expresión como la espera de una acción externa a nosotros que obrará el milagro del cambio. Sin que se requiera apenas nada de nosotros, esperamos que de pronto un día, Dios nos cambie, y nos haga mejores padres, mejores esposos, mejores hermanos, en definitiva mejores personas. Así, como por arte de magia. Mi humilde y humana experiencia me dice que casi nunca es así. Es como querer alcanzar una colina más alta para tener un mejor panorama del paisaje y disfrutar de las vistas, y esperar para ello que Dios nos eleve por los aires y nos deposite suavemente en la cima, negándonos nosotros mientras tanto a hacer uso de las escaleras que nos conducirán igualmente a la cima. Si no nos decidimos a iniciar el ascenso por esos escalones, me temo que podríamos pasarnos la vida en una vana y absurda espera.
Bien es cierto que hay quien se hace la siguiente reflexión: si soy yo quien realiza el esfuerzo de subir los escalones y llegar hasta la cima, ¿dónde está la transformación que Dios realiza en mi? ¿No son acaso mis propios pasos los que han hecho posible llegar hasta allí? La soberbia y autosuficiencia humanas son infinitas. Mejor será preguntarse esto otro: ¿quién puso allí la escalera para que yo pueda ascender por ella? ¿Quien es el autor del paisaje que desde la cima se contempla? ¿De dónde proviene la fuerza que me permite subir los escalones? Y quizá lo más perturbardor y desconcertante: ¿cuál es la fuente del deseo que me empuja a ascender?. Descubrir que Dios está en el origen último de todas las cosas es iniciar el camino que nos conduce a una auténtica Navidad y abrirnos a la transformación que tal descubrimiento obrará en nosotros.
¿Qué hacer esta Navidad? Disfrútala, con tus familiares y amigos, con mayor o menor presencia comercial y social, es lo de menos. Pero permite que el tiempo de Navidad se instale en tu vida y esa transformación tan necesaria vaya obrándose y evidenciándose más allá de estas fechas.
¿Qué hizo Dios por nosotros? Se hizo Dios con nosotros. Dio su tiempo y su vida por lo más querido y preciado de su creación.
¿Que hace nosotros por quienes más queremos? Participar de una competición egoísta y consumista.
Queridos Reyes Magos, esta Navidad permitidme ser un hombre con los demás. Concededme la sabiduría de reservar al menos parte de mi tiempo para los demás, y que ese tiempo sea verdaderamente tiempo de Navidad, tiempo que me transforme y me permita contemplar mis relaciones con los otros con ojos nuevos y corazón renovado.