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lunes, 24 de diciembre de 2012

Dia de niebla

No me pude resistir.

Tenía el día libre, y quería empezarlo haciendo un poquito de deporte. Pero al salir a la calle me encontré con el espectáculo de la niebla. Obviamente en otras muchas ocasiones hemos tenido niebla en Melilla. Pero hoy era muy densa y muy persistente.

Dudé...

Y no me pude resistir. Volví sobre mis pasos y tomé mi máquina de fotos.

Y lo que tenía que haber sido un ratito de deporte se convirtió en un largo paseo fotográfico.








Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas,
pero mi senda se pierde
en el alma de la niebla.
La luz me troncha las alas
y el dolor de mi tristeza
va mojando los recuerdos
en la fuente de la idea. 

(Canción Otoñal, de Federico García Lorca)









sábado, 21 de julio de 2012

El desahucio


En estas fechas que corren están muy de moda las informaciones sobre desahucios judiciales, casi siempre por morosidad en las obligaciones financieras de los desahuciados. Lo que relato en estas líneas, aunque es la breve historia de mi experiencia profesional en una actuación judicial por desahucio, no es de destacar por la información financiera o económica, ni siquiera por la historia humana de quienes sufrieron la actuación judicial y cuyos detalles ya no recuerdo pues ya han transcurrido más de veinte años, sino por la altura profesional e indiscutible veteranía de mi compañero, quien con su modo de proceder dio salida a una situación que a mi se me hacía irresoluble.


El Comandante de Puesto nos transmitió orden de acompañar a personal del Juzgado de Instrucción de la localidad que debía realizar en esa mañana un desahucio domiciliario. Era una de esas situaciones en las que la orden final de desalojar el domicilio llega estando aún la familia en el interior. Es como tu peor pesadilla hecha realidad, pues invariablemente en tales circunstancias, a la Guardia Civil le toca bailar con la más fea, ya que las escenas que se suelen dar son bastante desagradables.


Así pues llegamos al domicilio en cuestión. Se trataba de un cuarto piso en un bloque de viviendas, y ya en el portal se congregaba un cierto número de personas, lo que anunciaba las posibles dificultades con las que nos íbamos a encontrar. Y así fue. La comisión judicial, escoltados por la pareja de la Guardia Civil, llegó hasta la puerta de la vivienda, donde esperaba un hombre joven, de treinta y pocos años, que formalmente fue identificado por el funcionario del Juzgado. Mientras tanto, y entre el creciente murmullo de los vecinos que se iban congregando en la estrecha escalera y rellano del cuarto piso, una mujer rubia, con una criatura de pocos meses en sus brazos salió de la vivienda y se fue abriendo paso entre el gentío para desaparecer escaleras abajo.


Yo miraba a mi alrededor y me temía lo peor. El humor de la gente empeoraba. Los comentarios no eran de amigos precisamente.


   - ¡No hay derecho! ¡Es una injusticia!
   - ¿Cómo se puede echar así a una familia a la calle?


Y como suele ocurrir en tales circunstancias, el desbordado furor del anonimato masivo busca satisfacer su deseo de "justicia" arremetiendo contra quienes tiene a mano, da igual si son responsables o no de la injusticia de la que pretenden defenderse. Os aseguro que ni mi compañero ni yo, como bien podréis suponer, así como tampoco el funcionario judicial, éramos responsables de aquel desahucio. Simplemente éramos los funcionarios públicos a quienes aquella mañana les había tocado esta tarea, y la solución o incluso el resarcimiento por la pretendida y voceada injusticia no estaba en nuestra mano. ¿Que se supone que podíamos hacer? ¿Desatender nuestras obligaciones profesionales? ¿Encabezar una manifestación y dirigirnos hacia el juzgado para increpar a la Autoridad que había dictado la "injusta" orden de desahucio?  Por mi parte, os puedo asegurar, que mi deseo, cada vez más fuerte y del que ciertamente no me sentía orgulloso, era salir corriendo de allí y desentenderme de tan desagradable y complicado asunto.


Pero lo cierto es que allí estábamos, el funcionario del Juzgado llevando a cabo su misión de verificar el desahucio, levantando acta y certificando que los cerrajeros contratados al efecto cambiaban la cerradura de la vivienda y era precintada. Y la Guardia Civil, reducida a mi compañero y yo, garantizando el orden público y la seguridad e integridad de las personas. Y todos lanzábamos preocupadas miradas a la cada vez más enojada multitud de vecinos, que ya rondaba la treintena de personas, pero que agolpadas en la estrechez del rellano a mi se me antojaba una incontable aglomeración de furibundos agresores.


Poco a poco, el vocerío pasó de reclamar justicia a insultar directamente: ¡Cabrones! ¡Hijos de puta!, obviamente arropados en la seguridad del anonimato que proporciona la multitud. Dada la situación, y la actitud cada vez más amenazante y envalentonada de aquellos vecinos, mi compañero y yo, poco a poco y casi sin pensarlo, nos fuimos colocando entre aquellas gentes y el funcionario judicial y los cerrajeros, quienes trabajaban con visible prisa y preocupación.


Y cuando más tensa y preocupante me parecía la situación, cuando yo creí que la única medida que nos sacaría de allí sería el uso de alguna medida de fuerza que provocara el retroceso poco probable de todas aquellas personas, mi compañero hizo algo inesperado y extrañísimo.


- ¡Hay que joderse!, exclamó mientras sonreía con una mueca sarcástica, y se quitaba el tricornio. Lo dijo fuerte, y en un tono que más parecía corroborar las recriminaciones de los otros que pretender ningún cambio de actitud de los mismos. Todos se callaron por unos momentos y quedaron pendientes de los actos de mi compañero.


- ¡Venga!, - dijo ahora con un tono de voz autoritario y desafiante, - el problema de esta familia se arregla con dinero. Vamos a arreglarlo. Ahí van mis cinco mil pesetas. ¿Quien quiere colaborar y evitar el desahucio? -. Y arrojó dentro de su tricornio, con un gesto muy ostentoso y visible un flamante billete de cinco mil pesetas que acababa de extraer de su cartera. Y adelantó el tricornio hacia aquellas personas cual si se tratara de un cómico callejero que acabara de representar su actuación y solicitara ahora del público alguna limosna.


Silencio. Y mucho asombro. Podía verlo en las caras de todos. Los cerrajeros pararon en su faena y se giraron para ver mejor la escena. Mi compañero seguía blandiendo su mano armada con el desafiante tricornio, y a cada gesto que hacía desplazándola lateralmente, yo podía apreciar como la gente se apartaba incómoda, y diría que hasta atemorizada, cual si en lugar de un tricornio le apuntaran con un arma.


Se levantó un nuevo murmullo de voces, pero ya no era desafiante. Los que estaban en primera línea, más cerca del tricornio, retrocedieron buscando hacerse hueco entre los que tenían a sus espaldas hasta conseguir salir y marcharse escaleras abajo. Y así con cada nueva línea de vecinos que quedaba expuesta al tricornio. Y se marcharon casi todos. La tensión había desaparecido como por arte de magia. Solamente quedaron algunos que habían retrocedido visiblemente y que se limitaban a lanzar avergonzadas miradas hacia mi compañero y el vecino objeto del desahucio. Este simplemente dijo:


- Gracias, guardia. Me he demostrado usted qué clase de vecinos son todos estos.




Por toda respuesta, mi compañero recuperó su billete, se colocó el tricornio en la cabeza y le dijo a los cerajeros.




- ¿Acabamos o qué?

sábado, 16 de junio de 2012

Preguntas

Abrí la puerta y encontré a mi amigo Pedro muerto.

Pocas experiencias en la vida te dejan el resabor tan amargo de lo incorregible. Era la certeza aplastante de que el drama se había consumado y nada podría evitar ya el golpe de dolor y angustia. Con un rumor seco la inevitabilidad del sufrimiento se abrió paso en mi conciencia.


Las preguntas no son inmediatas, se quedan a la espera del silencio y la quietud donde pausadamente reclaman un poco de tu atención. Pero no tienen prisa. Si cualquier asunto, por nimio e insignificante que éste sea, se presenta ante ti con el ruido de la inmediatez, ellas se hunden nuevamente en los rincones de tu conciencia y esperan su momento, sabedoras de que llegará, querámoslo o no. Tampoco son tan obvias como en principio podría suponerse. El esperado "por qué" ronda permanentemente la cotidianidad de tu reflexión, aunque tal vez por su propia obviedad lo relegas a un segundo término, a una reflexión más futura y menos dolorosa. 

Hay preguntas con forma de grito: "¡Dios mío! ¡No!". Estalló en mi cabeza tras abrir la puerta. Estas expresiones son inmediatas, explosivas, que te rasgan las entrañas y no puedes evitarlas ni posponerlas. Tampoco tienen una respuesta racional... creo que tampoco la necesitan, pues están más allá de la comprensión de nuestra realidad. Ese grito-pregunta me puso inesperadamente ante la verdad de mi fe y la tensión del sufrimiento y su sentido último. Como un acto reflejo de nuestra alma rechazamos el sufrimiento, pero no podemos evitarlo; y volvemos nuestra mirada a Dios, buscando una respuesta, exigiendo un sentido o implorando un consuelo... o tal vez, todo a la vez. Tarde o temprano, la fe de cada uno pasa inexorablemente por el crisol del sufrimiento. Creo que la cuestión de Dios y el sentido del sufrimiento humano es demasiado profunda y elemental para encontrar una respuesta simple y satisfactoria. La complejidad humana está entretejida de cuestiones elementales que no pueden ser definitivamente comprendidas. Intuimos que esa misma elementalidad es la piedra angular sobre la que se construye nuestra persona, pero nos sentimos incapaces de abarcar su trascendencia. 


Otras veces, las preguntas se disfrazan de sentimientos. Sobre todo tristeza, mucha tristeza... Por las últimas palabras que le dije, por las palabras que callé, por la duda infinita de no saber si hice lo suficiente... Que la muerte te arrebate inesperadamente a un ser querido te causa la mayor de las tristezas. Muchos de los sentimientos que tuve con él quedan relativizados, y absolutamente envueltos en lo insignificante: mis enfados, mis reproches, mis vanos intentos de hacerle entender, mi desesperación por no comprenderle. Todo dejó de tener importancia en un microsegundo. La muerte es absolutamente irrevocable y no deja espacio para rectificar. ¿Qué nos queda ante ella? ¿Sólo la tristeza y dudar del sentido de todo sufrimiento?  Yo personalmente, sin la fe, sería incapaz de afrontar esas preguntas. Y aunque tampoco tenga respuestas, la fe me permite mirar el futuro con serenidad y el pasado con cariño. 


Afrontar la muerte sin fe es desesperar; con fe, me permite seguir esperando, y que además esa espera sea esperanzada...


La muerte trae preguntas, y aunque muchas veces no queramos reconocerlo, también trae respuestas falsas, o mejor dicho, respuestas que falseamos, que moldeamos al gusto de nuestra conciencia o costumbres sociales. Me refiero a esa inconfesada, pero implícita y generalmente admitida costumbre de hablar "bien" de los fallecidos, o al menos de maximizar sus virtudes y relativizar sus defectos. No me parece mala costumbre. Es, cuanto menos, educada. Pero algo hipócrita. En fin, en este punto convendréis conmigo en que toda educación conlleva cierta dosis de hipocresía. Yo hablé bien de mi amigo Pedro. Y mal. Y lo hice antes de su muerte. Y después de ella. Ahora ya no sabría reconocer cuánto había de hipócrita educación y cuánto de sincera fraternidad. Y no importa. Ya no importa. La última palabra la tiene Dios. Sólo a Él le corresponde juzgarnos. De nada valen nuestras valoraciones o nuestros reproches sobre Pedro; simplemente, no podemos sacar una lista de cosas buenas y malas que hizo, porque nos equivocaremos irremediablemente. Sólo Dios conoce la verdad, la verdad con mayúsculas, la que habita en el fondo de todo corazón humano, de cada uno de nosotros, y por supuesto, en el corazón de mi amigo Pedro. Dios ama a cada hombre en lo más profundo y secreto de su corazón, donde sólo alcanza su misericordia infinita para derramar la gracia de su perdón... y redimirnos, sean cuales sean nuestras luces y nuestras sombras. Los demás tan sólo podemos esperar con fe ser merecedores también de esa gracia divina.


Surge así una de las preguntas que más me ha inquietado: ¿Da igual entonces cómo vivamos, pues al final la misericordia de Dios nos redimirá? Definitivamente mi respuesta es no. Admitir tal razonamiento sería tanto como no dar importancia a nuestra vida, o mercantilizar el amor de Dios, o subordinar nuestras relaciones de amor a otros intereses más hedonistas. Es decir, yo creo que la vida es para vivirla en plenitud, buscando la felicidad propia y la de quienes nos rodean. Es más, la felicidad propia no es una especie de isla, sino que depende en gran medida de la felicidad de los demás, sobre todo de aquellos a quiénes más amas. Y en esa búsqueda Dios nos ofrece la garantía de la preciada sangre de su Hijo Jesucristo, por medio de la cual nos consiguió la salvación y el perdón de los pecados. Pero no estamos obligados a aceptar esa garantía. Pedro también tuvo ese deseo de buscar la felicidad, pero la mentira y el pecado destruyeron su vida, y quienes le conocimos nos sentimos dolorosamente defraudados por esa destrucción del amigo a quien amamos. No obstante, el amor de Dios, que no defrauda nunca, nos capacita para vivir desde la esperanza a pesar del pecado. Así pues, desde las premisas de ese amor de Dios, y la sincera búsqueda de nuestra felicidad, mi última pregunta no puede ser otra que esta: ¿qué sería de nosotros sin el amor de Dios?.







sábado, 9 de junio de 2012

Confirmaciones



    Este viernes, 8 de junio de 2012, tuvo lugar en nuestra parroquia de San Agustín de Melilla, la celebración del Sacramento de la Confirmación. Once jóvenes, a los que casi me atrevo a calificar de "valientes" dados los tiempos que corren, optaron por dar un sí público y decido a seguir a Cristo. Lo cierto es que por difíciles que nos parezcan los tiempos, por grandes que creamos las dificultades, el Espíritu Santo sigue haciéndose presente, sigue colándose en nuestras vidas esperando su oportunidad y nuestra respuesta. Bastará abrir un poco los ojos y disponer el corazón, para ser conscientes de que no todo es crisis y ausencia de valores. 

     Ellos, los once confirmados, nos recuerdan que Dios tiene un proyecto para cada uno de nosotros, que El está empeñado en nuestra felicidad, y sólo espera nuestro compromiso, nuestra apertura a su propuesta de vida, y porque nos sabe débiles, nos ofrece el don más grande, la herramienta más precisa y preciosa: su Espíritu Santo. 

    Durante cuatro años estos jóvenes han estado asistiendo a las catequesis de preparación en nuestra Parroquia, y ello les ha posibilitado vivir un proceso de crecimiento personal y maduración en la fe que culmina con este sacramento. Ahora les toca a ellos ir haciendo presente en sus vidas cuanto han descubierto, reflexionado y madurado en las reuniones, catequesis, convivencias y celebraciones que han configurado su caminar en este catecumenado. 

    La celebración fue presidida por el señor Vicario de Melilla, Rvdo. D. Roberto Rojo Aguado, acompañado por el párroco de San Agustín Rvdo. D. Juan Manuel González Ruiz.

    Tras la liturgia, que tuvo una duración aproximada de hora y media, toda la comunidad parroquial continuó la fiesta con un familiar ágape en los salones parroquiales.   

   El reportaje fotográfico de la celebración podéis encontrarlo en este este enlace.







lunes, 30 de enero de 2012

La entrega de un menor

En mi profesión, como en todas, existen numerosos dichos populares que pretenden recoger lo mejor del saber profesional acumulado a lo largo de los años y en las numerosas y variadas experiencias vividas por muchos de sus miembros. Uno de tales dichos reza así: "Al papel y a la mujer, hasta el culo le has de ver". Las ocasionales lectoras sabrán disculpar el estilo machista de semejante aseveración, y confío en que sepan ver en el mismo la enseñanza que pretende ilustrar y obviar el aspecto ofensivo que pueda tener. Y aunque la fracesita pueda parecer simple y evidente hasta para el más bisoño de los novatos, he de confesar que hube de asimiliar su moraleja de la manera más dolorosa, esto es, por experiencia propia, que por otra parte es la más genuina fuente de sabiduría.



Era un servicio de tarde, y antes de salir de patrulla el Comandante de Puesto nos entregó una orden judicial en la que se dictaba la entrega de un menor a su padre, el cual esperaba pacientemente apoyado en su coche a las puertas del cuartel a que iniciáramos el servicio y se procediera a la ejecución de aquella orden. En principio el asunto no parecía entrañar mayor complicación, pues se trataba de un niño de 10 años que se encontraba en el domicilio de su abuela, al que nos dirigimos inmediatamente, pero al llegar allí el padre dijo que nos esperaba abajo, así que mi compañero y yo subimos y llamamos a la puerta. Abrió una señora con más que evidente aspecto de abuela, y tras ella asomaba el rostro preocupado e infantil de quien sin duda era el objeto de la orden judicial que veníamos a cumplimentar. Explicamos con claridad y brevedad prusianas el motivo de nuestra presencia, e inesperadamente la resistencia vino del menor, que inmediatamente comenzó a dar mil y una razones por las que se negaba absolutamente a irse con su progenitor que esperaba en la calle. Tras un breve diálogo con el menor y su abuela, nuestro compañero y yo decidimos lo más obvio: exponer los hechos al padre de la criatura para que subiera al piso y se hiciera cargo de la situación.

Y comenzó así nuestro particular viacrucis.

Ante nuestro requerimiento el progenitor no sólo se negó rotundamente a subir, sino que se permitió incluso recordarnos que nuestra obligación era entregarle a su hijo tal como había ordenado el juez. Nuestro error en aquel momento fue permitir que aquella persona interpretara las órdenes que teníamos. Apesadumbrados, y tras releer la orden judicial, optamos por volver a la puerta del domicilio donde esperaban abuela y nieto, con los ojos y la atención muy abiertos. Exponemos nuevamente el resumen de la cuestión y concluimos con la indicación de que el niño debe acompañarnos para marcharse con su padre que espera abajo. Y nueva negativa infantil, más vehemente si cabe y adornada ya con evidentes síntomas de llanto provocado por la tragedia que le supone separarse de su abuela y reunirse con el mal bicho de su padre.

Atrapados entre la espada de las lágrimas infantiles y la pared de la actitud nada colaboradora del padre, mi descorazonado compañero y yo nos consultamos con la mirada esperanzados ambos en que el otro aporte una solución. Decido finalmente hacer una llamada de radio al Puesto, por un canal privado, (en aquellos tiempos los teléfonos móviles eran aún cosa de ciencia ficción), y tras conseguir contactar con el Comandante de Puesto no pude ni terminar de exponer la situación, pues mi jefe se limitó a recordarme cuáles eran mis órdenes. Al menos él si tenía la autoridad para hacerlo. Sospecho que además ya era conocedor de la situación familiar a la que nos íbamos a enfrentar.

¿Qué hacer?

Convencidos de su inutilidad realizamos un último y casi desesperado intento de convencer al padre, y dada su inamovible postura de limitarse a esperar a que cumpliéramos nuestras órdenes, mi compañero y yo convenimos en un aparte, pese al rechazo que nos provocaba tal decisión, resolver el asunto lo más rápidamente posible.

Retornamos a la puerta de la vivienda y tras tratar de convencer al menor que nos acompañara, con resultado idéntico al obtenido con su padre, mi compañero cruzó una rápida mirada conmigo y al unísono lo tomamos por sendos brazos con resolución inesperada para él y dolorosa determinación para nosotros. Perseguidos por los lamentos y llantos de su abuela, y envueltos en los desesperados gritos del niño, lo arrastramos hasta la presencia de su padre, que se limitó a tomarlo a su vez por un brazo e introducirlo en el coche sin más trámite ni cariño. Arrancó y se marchó.

Yo estaba a punto de vomitar. Y mi compañero por el lívido aspecto de su semblante no parecía sentirse mucho mejor. El resto del servicio lo pasamos envueltos en un pesado silencio intentando olvidar tan desagradable episodio.

Varios días después, y para el caso mil años tarde, encontré la solución al desagradable dilema que habíamos vivido. Y la encontré, como no podía ser de otra forma, de boca de la veteranía. En el transcurso de un servicio, esta vez con un compañero mucho más veterano, comenté con él los hechos vividos, y con reprochadora sonrisa y negando socarronamente con la cabeza me mostró su reprobación a nuestro actuar.

— ¡Mira que sois pardillos!. Vosotros no teníais que coger al niño ni ná. Si el padre lo quería que lo cogiera él.

— Pero teníamos una orden judicial — traté de defenderme.

— La orden decía que se le entregara el niño a su padre, no que la Guardia Civil cogiera al niño por la fuerza. Dime tú que el dichoso niño se lesiona, y ¿ahora qué?. El padre seguro que os denuncia.

Callé por un momento. Ciertamente mi compañero tenia razón. Pero hice un último y tímido intento de defender mi actuación.

— Pero si él se negaba a subir, ¿cómo le íbamos a hacer entrega del niño? Había que cumplir la orden judicial.

— ¡Que no, Alcaraz, que no! — todavía puedo ver su gesto de reproche —. Si él no quería subir, pues allá él. Vuestra obligación era garantizar que ese padre pudiera hacerse cargo de su hijo sin ningún contratiempo. Que el niño llora y se resiste... ese es un problema que debe solventar su padre como mejor le parezca, que para eso es el padre, y no la Guardia Civil. ¿Que el padre se niega a subir? Pues se hace un escrito explicando que se le ha facilitado al padre la entrega de su hijo y aquél no quiso hacerse cargo del mismo. Y asunto resuelto.

Irrefutable. Su impecable razonamiento brillaba con la sencillez de la razón y el sentido común.

Y en mi cabeza el dicho sobre el papel y la mujer latía con la insistencia de una machacona melodía, pues muy a mi pesar reconocía mi estupidez al haber llevado a cabo lo que no estaba ni ordenado ni escrito, arrastrado por mi empeño de cumplimentar precisamente lo que estaba ordenado por escrito.

Moraleja: cuando cumplimentes una orden debes tener muy claro que es lo que se te ha ordenado y lo que no.