Pocas experiencias en la vida te dejan el resabor tan amargo de lo incorregible. Era la certeza aplastante de que el drama se había consumado y nada podría evitar ya el golpe de dolor y angustia. Con un rumor seco la inevitabilidad del sufrimiento se abrió paso en mi conciencia.
Las preguntas no son inmediatas, se quedan a la espera del silencio y la quietud donde pausadamente reclaman un poco de tu atención. Pero no tienen prisa. Si cualquier asunto, por nimio e insignificante que éste sea, se presenta ante ti con el ruido de la inmediatez, ellas se hunden nuevamente en los rincones de tu conciencia y esperan su momento, sabedoras de que llegará, querámoslo o no. Tampoco son tan obvias como en principio podría suponerse. El esperado "por qué" ronda permanentemente la cotidianidad de tu reflexión, aunque tal vez por su propia obviedad lo relegas a un segundo término, a una reflexión más futura y menos dolorosa.
Hay preguntas con forma de grito: "¡Dios mío! ¡No!". Estalló en mi cabeza tras abrir la puerta. Estas expresiones son inmediatas, explosivas, que te rasgan las entrañas y no puedes evitarlas ni posponerlas. Tampoco tienen una respuesta racional... creo que tampoco la necesitan, pues están más allá de la comprensión de nuestra realidad. Ese grito-pregunta me puso inesperadamente ante la verdad de mi fe y la tensión del sufrimiento y su sentido último. Como un acto reflejo de nuestra alma rechazamos el sufrimiento, pero no podemos evitarlo; y volvemos nuestra mirada a Dios, buscando una respuesta, exigiendo un sentido o implorando un consuelo... o tal vez, todo a la vez. Tarde o temprano, la fe de cada uno pasa inexorablemente por el crisol del sufrimiento. Creo que la cuestión de Dios y el sentido del sufrimiento humano es demasiado profunda y elemental para encontrar una respuesta simple y satisfactoria. La complejidad humana está entretejida de cuestiones elementales que no pueden ser definitivamente comprendidas. Intuimos que esa misma elementalidad es la piedra angular sobre la que se construye nuestra persona, pero nos sentimos incapaces de abarcar su trascendencia.
Otras veces, las preguntas se disfrazan de sentimientos. Sobre todo tristeza, mucha tristeza... Por las últimas palabras que le dije, por las palabras que callé, por la duda infinita de no saber si hice lo suficiente... Que la muerte te arrebate inesperadamente a un ser querido te causa la mayor de las tristezas. Muchos de los sentimientos que tuve con él quedan relativizados, y absolutamente envueltos en lo insignificante: mis enfados, mis reproches, mis vanos intentos de hacerle entender, mi desesperación por no comprenderle. Todo dejó de tener importancia en un microsegundo. La muerte es absolutamente irrevocable y no deja espacio para rectificar. ¿Qué nos queda ante ella? ¿Sólo la tristeza y dudar del sentido de todo sufrimiento? Yo personalmente, sin la fe, sería incapaz de afrontar esas preguntas. Y aunque tampoco tenga respuestas, la fe me permite mirar el futuro con serenidad y el pasado con cariño.
Afrontar la muerte sin fe es desesperar; con fe, me permite seguir esperando, y que además esa espera sea esperanzada...
La muerte trae preguntas, y aunque muchas veces no queramos reconocerlo, también trae respuestas falsas, o mejor dicho, respuestas que falseamos, que moldeamos al gusto de nuestra conciencia o costumbres sociales. Me refiero a esa inconfesada, pero implícita y generalmente admitida costumbre de hablar "bien" de los fallecidos, o al menos de maximizar sus virtudes y relativizar sus defectos. No me parece mala costumbre. Es, cuanto menos, educada. Pero algo hipócrita. En fin, en este punto convendréis conmigo en que toda educación conlleva cierta dosis de hipocresía. Yo hablé bien de mi amigo Pedro. Y mal. Y lo hice antes de su muerte. Y después de ella. Ahora ya no sabría reconocer cuánto había de hipócrita educación y cuánto de sincera fraternidad. Y no importa. Ya no importa. La última palabra la tiene Dios. Sólo a Él le corresponde juzgarnos. De nada valen nuestras valoraciones o nuestros reproches sobre Pedro; simplemente, no podemos sacar una lista de cosas buenas y malas que hizo, porque nos equivocaremos irremediablemente. Sólo Dios conoce la verdad, la verdad con mayúsculas, la que habita en el fondo de todo corazón humano, de cada uno de nosotros, y por supuesto, en el corazón de mi amigo Pedro. Dios ama a cada hombre en lo más profundo y secreto de su corazón, donde sólo alcanza su misericordia infinita para derramar la gracia de su perdón... y redimirnos, sean cuales sean nuestras luces y nuestras sombras. Los demás tan sólo podemos esperar con fe ser merecedores también de esa gracia divina.
Surge así una de las preguntas que más me ha inquietado: ¿Da igual entonces cómo vivamos, pues al final la misericordia de Dios nos redimirá? Definitivamente mi respuesta es no. Admitir tal razonamiento sería tanto como no dar importancia a nuestra vida, o mercantilizar el amor de Dios, o subordinar nuestras relaciones de amor a otros intereses más hedonistas. Es decir, yo creo que la vida es para vivirla en plenitud, buscando la felicidad propia y la de quienes nos rodean. Es más, la felicidad propia no es una especie de isla, sino que depende en gran medida de la felicidad de los demás, sobre todo de aquellos a quiénes más amas. Y en esa búsqueda Dios nos ofrece la garantía de la preciada sangre de su Hijo Jesucristo, por medio de la cual nos consiguió la salvación y el perdón de los pecados. Pero no estamos obligados a aceptar esa garantía. Pedro también tuvo ese deseo de buscar la felicidad, pero la mentira y el pecado destruyeron su vida, y quienes le conocimos nos sentimos dolorosamente defraudados por esa destrucción del amigo a quien amamos. No obstante, el amor de Dios, que no defrauda nunca, nos capacita para vivir desde la esperanza a pesar del pecado. Así pues, desde las premisas de ese amor de Dios, y la sincera búsqueda de nuestra felicidad, mi última pregunta no puede ser otra que esta: ¿qué sería de nosotros sin el amor de Dios?.
Otras veces, las preguntas se disfrazan de sentimientos. Sobre todo tristeza, mucha tristeza... Por las últimas palabras que le dije, por las palabras que callé, por la duda infinita de no saber si hice lo suficiente... Que la muerte te arrebate inesperadamente a un ser querido te causa la mayor de las tristezas. Muchos de los sentimientos que tuve con él quedan relativizados, y absolutamente envueltos en lo insignificante: mis enfados, mis reproches, mis vanos intentos de hacerle entender, mi desesperación por no comprenderle. Todo dejó de tener importancia en un microsegundo. La muerte es absolutamente irrevocable y no deja espacio para rectificar. ¿Qué nos queda ante ella? ¿Sólo la tristeza y dudar del sentido de todo sufrimiento? Yo personalmente, sin la fe, sería incapaz de afrontar esas preguntas. Y aunque tampoco tenga respuestas, la fe me permite mirar el futuro con serenidad y el pasado con cariño.
Afrontar la muerte sin fe es desesperar; con fe, me permite seguir esperando, y que además esa espera sea esperanzada...
La muerte trae preguntas, y aunque muchas veces no queramos reconocerlo, también trae respuestas falsas, o mejor dicho, respuestas que falseamos, que moldeamos al gusto de nuestra conciencia o costumbres sociales. Me refiero a esa inconfesada, pero implícita y generalmente admitida costumbre de hablar "bien" de los fallecidos, o al menos de maximizar sus virtudes y relativizar sus defectos. No me parece mala costumbre. Es, cuanto menos, educada. Pero algo hipócrita. En fin, en este punto convendréis conmigo en que toda educación conlleva cierta dosis de hipocresía. Yo hablé bien de mi amigo Pedro. Y mal. Y lo hice antes de su muerte. Y después de ella. Ahora ya no sabría reconocer cuánto había de hipócrita educación y cuánto de sincera fraternidad. Y no importa. Ya no importa. La última palabra la tiene Dios. Sólo a Él le corresponde juzgarnos. De nada valen nuestras valoraciones o nuestros reproches sobre Pedro; simplemente, no podemos sacar una lista de cosas buenas y malas que hizo, porque nos equivocaremos irremediablemente. Sólo Dios conoce la verdad, la verdad con mayúsculas, la que habita en el fondo de todo corazón humano, de cada uno de nosotros, y por supuesto, en el corazón de mi amigo Pedro. Dios ama a cada hombre en lo más profundo y secreto de su corazón, donde sólo alcanza su misericordia infinita para derramar la gracia de su perdón... y redimirnos, sean cuales sean nuestras luces y nuestras sombras. Los demás tan sólo podemos esperar con fe ser merecedores también de esa gracia divina.
Surge así una de las preguntas que más me ha inquietado: ¿Da igual entonces cómo vivamos, pues al final la misericordia de Dios nos redimirá? Definitivamente mi respuesta es no. Admitir tal razonamiento sería tanto como no dar importancia a nuestra vida, o mercantilizar el amor de Dios, o subordinar nuestras relaciones de amor a otros intereses más hedonistas. Es decir, yo creo que la vida es para vivirla en plenitud, buscando la felicidad propia y la de quienes nos rodean. Es más, la felicidad propia no es una especie de isla, sino que depende en gran medida de la felicidad de los demás, sobre todo de aquellos a quiénes más amas. Y en esa búsqueda Dios nos ofrece la garantía de la preciada sangre de su Hijo Jesucristo, por medio de la cual nos consiguió la salvación y el perdón de los pecados. Pero no estamos obligados a aceptar esa garantía. Pedro también tuvo ese deseo de buscar la felicidad, pero la mentira y el pecado destruyeron su vida, y quienes le conocimos nos sentimos dolorosamente defraudados por esa destrucción del amigo a quien amamos. No obstante, el amor de Dios, que no defrauda nunca, nos capacita para vivir desde la esperanza a pesar del pecado. Así pues, desde las premisas de ese amor de Dios, y la sincera búsqueda de nuestra felicidad, mi última pregunta no puede ser otra que esta: ¿qué sería de nosotros sin el amor de Dios?.
1 comentarios:
gracias Jose
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