En estas fechas que corren están muy de moda las informaciones sobre desahucios judiciales, casi siempre por morosidad en las obligaciones financieras de los desahuciados. Lo que relato en estas líneas, aunque es la breve historia de mi experiencia profesional en una actuación judicial por desahucio, no es de destacar por la información financiera o económica, ni siquiera por la historia humana de quienes sufrieron la actuación judicial y cuyos detalles ya no recuerdo pues ya han transcurrido más de veinte años, sino por la altura profesional e indiscutible veteranía de mi compañero, quien con su modo de proceder dio salida a una situación que a mi se me hacía irresoluble.
El Comandante de Puesto nos transmitió orden de acompañar a personal del Juzgado de Instrucción de la localidad que debía realizar en esa mañana un desahucio domiciliario. Era una de esas situaciones en las que la orden final de desalojar el domicilio llega estando aún la familia en el interior. Es como tu peor pesadilla hecha realidad, pues invariablemente en tales circunstancias, a la Guardia Civil le toca bailar con la más fea, ya que las escenas que se suelen dar son bastante desagradables.
Así pues llegamos al domicilio en cuestión. Se trataba de un cuarto piso en un bloque de viviendas, y ya en el portal se congregaba un cierto número de personas, lo que anunciaba las posibles dificultades con las que nos íbamos a encontrar. Y así fue. La comisión judicial, escoltados por la pareja de la Guardia Civil, llegó hasta la puerta de la vivienda, donde esperaba un hombre joven, de treinta y pocos años, que formalmente fue identificado por el funcionario del Juzgado. Mientras tanto, y entre el creciente murmullo de los vecinos que se iban congregando en la estrecha escalera y rellano del cuarto piso, una mujer rubia, con una criatura de pocos meses en sus brazos salió de la vivienda y se fue abriendo paso entre el gentío para desaparecer escaleras abajo.
Yo miraba a mi alrededor y me temía lo peor. El humor de la gente empeoraba. Los comentarios no eran de amigos precisamente.
- ¡No hay derecho! ¡Es una injusticia!
- ¿Cómo se puede echar así a una familia a la calle?
Y como suele ocurrir en tales circunstancias, el desbordado furor del anonimato masivo busca satisfacer su deseo de "justicia" arremetiendo contra quienes tiene a mano, da igual si son responsables o no de la injusticia de la que pretenden defenderse. Os aseguro que ni mi compañero ni yo, como bien podréis suponer, así como tampoco el funcionario judicial, éramos responsables de aquel desahucio. Simplemente éramos los funcionarios públicos a quienes aquella mañana les había tocado esta tarea, y la solución o incluso el resarcimiento por la pretendida y voceada injusticia no estaba en nuestra mano. ¿Que se supone que podíamos hacer? ¿Desatender nuestras obligaciones profesionales? ¿Encabezar una manifestación y dirigirnos hacia el juzgado para increpar a la Autoridad que había dictado la "injusta" orden de desahucio? Por mi parte, os puedo asegurar, que mi deseo, cada vez más fuerte y del que ciertamente no me sentía orgulloso, era salir corriendo de allí y desentenderme de tan desagradable y complicado asunto.
Pero lo cierto es que allí estábamos, el funcionario del Juzgado llevando a cabo su misión de verificar el desahucio, levantando acta y certificando que los cerrajeros contratados al efecto cambiaban la cerradura de la vivienda y era precintada. Y la Guardia Civil, reducida a mi compañero y yo, garantizando el orden público y la seguridad e integridad de las personas. Y todos lanzábamos preocupadas miradas a la cada vez más enojada multitud de vecinos, que ya rondaba la treintena de personas, pero que agolpadas en la estrechez del rellano a mi se me antojaba una incontable aglomeración de furibundos agresores.
Poco a poco, el vocerío pasó de reclamar justicia a insultar directamente: ¡Cabrones! ¡Hijos de puta!, obviamente arropados en la seguridad del anonimato que proporciona la multitud. Dada la situación, y la actitud cada vez más amenazante y envalentonada de aquellos vecinos, mi compañero y yo, poco a poco y casi sin pensarlo, nos fuimos colocando entre aquellas gentes y el funcionario judicial y los cerrajeros, quienes trabajaban con visible prisa y preocupación.
Y cuando más tensa y preocupante me parecía la situación, cuando yo creí que la única medida que nos sacaría de allí sería el uso de alguna medida de fuerza que provocara el retroceso poco probable de todas aquellas personas, mi compañero hizo algo inesperado y extrañísimo.
- ¡Hay que joderse!, exclamó mientras sonreía con una mueca sarcástica, y se quitaba el tricornio. Lo dijo fuerte, y en un tono que más parecía corroborar las recriminaciones de los otros que pretender ningún cambio de actitud de los mismos. Todos se callaron por unos momentos y quedaron pendientes de los actos de mi compañero.
- ¡Venga!, - dijo ahora con un tono de voz autoritario y desafiante, - el problema de esta familia se arregla con dinero. Vamos a arreglarlo. Ahí van mis cinco mil pesetas. ¿Quien quiere colaborar y evitar el desahucio? -. Y arrojó dentro de su tricornio, con un gesto muy ostentoso y visible un flamante billete de cinco mil pesetas que acababa de extraer de su cartera. Y adelantó el tricornio hacia aquellas personas cual si se tratara de un cómico callejero que acabara de representar su actuación y solicitara ahora del público alguna limosna.
Silencio. Y mucho asombro. Podía verlo en las caras de todos. Los cerrajeros pararon en su faena y se giraron para ver mejor la escena. Mi compañero seguía blandiendo su mano armada con el desafiante tricornio, y a cada gesto que hacía desplazándola lateralmente, yo podía apreciar como la gente se apartaba incómoda, y diría que hasta atemorizada, cual si en lugar de un tricornio le apuntaran con un arma.
Se levantó un nuevo murmullo de voces, pero ya no era desafiante. Los que estaban en primera línea, más cerca del tricornio, retrocedieron buscando hacerse hueco entre los que tenían a sus espaldas hasta conseguir salir y marcharse escaleras abajo. Y así con cada nueva línea de vecinos que quedaba expuesta al tricornio. Y se marcharon casi todos. La tensión había desaparecido como por arte de magia. Solamente quedaron algunos que habían retrocedido visiblemente y que se limitaban a lanzar avergonzadas miradas hacia mi compañero y el vecino objeto del desahucio. Este simplemente dijo:
- Gracias, guardia. Me he demostrado usted qué clase de vecinos son todos estos.
Por toda respuesta, mi compañero recuperó su billete, se colocó el tricornio en la cabeza y le dijo a los cerajeros.
- ¿Acabamos o qué?
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