Una de las preguntas fundamentales que alguna vez nos hemos hecho todos en algún momento de nuestra adolescencia es ésta:
¿quién será la mujer con la que compartiré el resto de mi vida? Porque en mis años adolescentes teníamos claras algunas cosas, puede que muchas otras no fueran más que un misterio insondable, pero las que teníamos claras eran casi verdades absolutas e inmutables, y una de esas era precisamente la cuestión del emparejamiento, que había de ser eterno, o no sería. Así de simple.
En aquellos años de mi adolescencia o te enamorabas perdidamente o estabas perdido sin amor. Dicho de otro modo: enamorarse era algo vital e inevitable, como el respirar o el crecer, por eso la angustiosa pregunta no era si encontrarías pareja alguna vez, sino más bien quién sería esa pareja que permanecería a tu lado el resto de tu vida.
De pronto, un día echabas cuentas, y reparabas en que muy probablemente esa misteriosa y esperada persona ya debía haber nacido. Y muy probablemente tuviera una edad muy cercana a la tuya, año arriba, año abajo. Podría ser cualquiera… Bueno, sí, pero inmediatamente vuelves a traer a tu reflexión el término probablemente, esta vez para descartar a todos los chinos, japoneses y asiáticos, así como en términos generales todas aquellas personas que por razones geográficas y culturales probablemente nunca entren dentro de tu círculo de relaciones con una mínima probabilidad de convertirse en la esperada pareja.
¡Vaya! La cuestión entonces podemos reducirla a fijarnos en nuestro entorno. Pues sí. Y ese era precisamente uno de los habituales entretenimientos, a caballo entre la adivinanza especulativa y el deseo inconfesable.
¿Será esta? ¿O aquélla?... soñabas bobaliconamente mientras contemplabas a alguna de las muchachas que formaban tu ámbito de relaciones diarias, y que casi invariablemente eran compañeras de clase, o al menos de instituto, las conocieras personalmente o no. Y es que muy raramente entraban en estos ejercicios mentales personas fuera del citado círculo.
Si alguna vez te atrevías a dar un paso concreto y llevabas el asunto más allá de la mera ensoñación, y por incomprensibles cúmulos de circunstancias y casualidades obtenías el sí de alguna ellas, y accedía a “salir contigo”, aquella experiencia se convertía en algo sublime y emocionante, y te sentías casi como un intrépido aventurero adentrándose en un territorio desconocido y hermoso, plagado de peligros, por supuesto, pero los cuales no hacían sino aumentar la excitación y el deseo de recorrer ese camino.
Y en algún punto de ese recorrido, un simple beso… ¡qué digo simple! Ningún beso podía ser una cuestión simple, sino que era un asunto extraordinariamente complejo, lleno de infinitos matices y sutiles intenciones. Un beso, por ejemplo, según sus características o húmedas cualidades, podía señalar el paso del evidente “me gustas” al comprometedor “te quiero”, cuestión nada baladí si tenemos en cuenta que el objetivo último de todos estos juegos adolescentes era encontrar tu pareja vital.
No es de extrañar, pues, que en más de una ocasión me haya sentido explorando el mismísimo Himalaya espoleado simplemente por la fuerza de unos besos, o aún por la mera expectativa de conseguirlos.
Los que me conocéis ya podréis suponer que evidentemente fue Loli la ganadora de este juego adivinatorio de la pareja vital, pero lo que sin duda ignoráis es cómo fue nuestro primer encuentro.
Aunque no me creáis no sonó ninguna música premonitoria de los grandes acontecimientos, del tipo Love Story o cualquier otra romanticona producción cinematográfica. No.
Ni tan siquiera nuestros movimientos se ralentizaron hasta desarrollarse a cámara lenta. Tampoco.
Y las primeras palabras que nos cruzamos tampoco son para escribirlas en un album de recuerdos. Que va.
Lo nuestro fue mucho más profano e insultante, con una actitud y unas palabras más propias de los adolescentes revoltosos, inquietos y en constante ebullición hormonal que realmente éramos, que de los jóvenes precursores de un hermoso futuro que yo soñaba y fingía ser.
Habíamos terminado la clase de educación física en el gimnasio del instituto, y disponíamos de los escasos quince minutos que se nos concedían para asearnos, y que los chicos preferíamos emplear en acosar la puerta del vestuario de las chicas, con mal disimulados empujones y hasta con descaradas patadas, animados siempre por el masculino desafío de demostrar quién era el más osado del grupo, y con el siempre emocionante objetivo de contemplar cualquier rincón corporal femenino habitualmente oculto por la ropa. Bueno, lo cierto es que bastaba con atisbar durante un microsegundo cualquier prenda íntima genuinamente femenina para vocear y corear nuestro éxito como si hubiéramos culminado la más difícil y arriesgada de las misiones.
No negaré mi interés y habitual participación en tales esfuerzos por contemplar los tesoros ocultos tras la puerta del vestuario de las chicas, pero lo cierto es que aquel día mi participación se limitó a lanzar alguna que otra esperanzada mirada al hermético cierre del infranqueable gineceo, y constatar los estériles esfuerzos de mis compañeros ante el firme bloqueo establecido por las chicas. Así que simplemente salí del vestuario de los chicos para dirigirme a clase, y justo en ese momento uno de los masculinos empujones tuvo un inesperado y brevísimo éxito, tal vez propiciado por un momentáneo descuido de las guardianas al otro la do de la puerta, así que ésta por fin se abrió, pero por un espacio de tiempo tan minúsculo que solamente permitió hacer uso de la fantasía para imaginarse lo que tras ella se ocultaba, sin que realmente ninguno llegáramos a tener una visión clara y directa de los tesoros carnales allí confinados. Pese a la brevedad del acontecimiento éste fue motivo suficiente para provocar las dos reacciones más naturales del mundo: los chicos vocearon el éxito de su imaginación, que no de sus ojos, y las chicas gritaron y chillaron como sólo ellas saben y pueden hacerlo en circunstancias tales.
Y entonces, al mismo tiempo que yo, salió ella. Rubia, delgaducha y engreídamente guapa. Y me dirigió unas palabras… bueno, más bien me las arrojó a la cara, precedidas por la mirada más acusadora y cargada de femenino reproche que ojos tan bellamente azules me dedicaron nunca. Y me dijo:
− Tú eres imbécil.
Y todo quedó dicho. Ella se fue y yo me quedé contemplando el orgulloso vaivén de su trasero mientras se alejaba, y me dije:
− Será muy guapa, pero desde luego pocas probabilidades tiene de algún día ser mi pareja vital.
Y mentalmente la taché de mi lista personal.